Cibermitanios

El dilema del erizo (y el siginificado de la libertad)

Porque los humanos somos completamente fabulosos...
Las fábulas son inmortales mensajeras de la filosofía, particularmente de lo moral —traduciendo a los griegos: de lo acostumbrado, lo normal—. Ya que su función es instruir sobre las consecuencias de los actos, en las fábulas siempre alguien sale perdiendo, generalmente porque actuó mal y debe aprender algo. Los humanos, en este sentido, somos completamente fabulosos. Y así lo demuestra El dilema del erizo...

En un frío día de invierno, unos cuantos erizos se acurrucaron juntos para calentarse; pero, a medida que empezaron a lastimarse unos a otros con sus espinas, se vieron obligados a dispersarse. Sin embargo, el frío los llevó nuevamente a acercarse. Al final, luego de varios ciclos de juntarse y alejarse, los erizos descubrieron que obtendrían el mejor resultado manteniéndose a una justa distancia unos de otros.

La moraleja es evidente, al menos para mí, ya que en realidad los erizos no son criaturas sociales ni ven muy bien: cuanto más me acerco a una persona, más probable es que nos dañemos mutuamente, mientras que, cuanto más me alejo, más sufriremos ambos la soledad.

Las espinas humanas son de egoísmo, ignorancia y cobardía: tres defectos tan capitales como naturales que son padre, madre y amante de todas las acciones por las cuales otro nos puede herir. Pero necesitamos ese maldito calor humano, reconfortante y punzante a la vez, como flechas con morfina. Así que en toda relación es necesario encontrar la distancia óptima.



En una pareja (la más íntima y por lo tanto peligrosa relación), siempre es mejor estar un poco lejos que demasiado cerca. Y no por cuestiones de tiempo o espacio para uno mismo sino para ganar la tibieza indolora, la apricidad. El infierno son los otros —decía Sartre, como si hubiera visto Lost—, y lo son cuando están demasiado cerca.

En sociedad (grandes y difusas relaciones), la distancia es moderada por unos códigos de cortesía y buenos modales, cuando no también por leyes; y a aquellos que trasgreden el pacto social, según el grado de su infracción, se les solicita que mantengan distancia o que se vayan a la mierda.

Fuego interiorEn ambos casos —pareja y sociedad—, es indispensable tener un poco de calor propio para mantenerse a la distancia correcta. Quien carece de ese fuego individual lastimará a los otros y será lastimado por ellos al pedir tibio socorro; o se congelará al aislarse para evitar el daño mutuo, privando a los demás también de su aporte.

Quien tiene fuego interior es libre. Puede dar un cálido paseo por la desolación para curar sus heridas y volver o aventurarse indefinidamente en lo desconocido dejando una estela de humo, de llamas frías.

Se es libre no dependiendo de los demás, lo cual no implica no compartir con otros. Se es libre teniendo un camino propio, lo cual no excluye aceptar compañía. Se es libre conociendo las virtudes y espinas propias y ajenas; se es libre, en resumen, conociendo la naturaleza humana (ergo, a uno mismo).

Schopenhauer, autor de esta fábula, aseguraba que la vida implica sufrimiento. Incluso aunque nos toquen las mejores condiciones posibles, como a los sultanes con miles de mujeres y manjares, uno adquiere ya inmediatamente al nacer la condena a muerte. Schopenhauer proponía tres formas de escapar de esta angustia implícita: El arte, la compasión y el ascetismo.

De la última vía (camino del buda, por ejemplo) es curioso que esté usualmente plagada de sufrimientos y que sea por eso mismo opuesta a la primera, el arte, cuya contemplación provee placer. Yo no sé que fumaba Schopenhauer, pero creo que acertó en cuanto a la compasión (aunque no en un sentido Nietzscheniano)...

Ahora voy a hablar de moral, pero no te asustes porque no pretendo reclutarte para mi secta, ya que todos sabemos que mi nave cósmica antiapocalíptica sólo tiene espacio para mí y una ninfómana de cada etnia cultural y genética para repoblar el mundo de manera políticamente correcta. Pero las fábulas tienen moral-ejas.

Compasión es, casi obviamente, compartir sufrimiento. Y eso no significa que debamos andar buscando llorar todos juntos, sino que auxiliemos al más sufrido compartiendo parte de su carga, y que el más afortunado haga lo mismo con nosotros. Es una especie de emo-comunismo, pero tiene sentido, al menos matemáticamente.

Supongamos que el sufrimiento humano pueda medirse en una escala del 1 al 7...

  1. Dolor leve de cabeza.
  2. Dolor de muelas u ovarios.
  3. Rechazo amoroso.
  4. Golpearse el dedo chiquito del pie.
  5. Parir un hijo.
  6. Parir un erizo.
  7. Eterna orgía de erizos haciendo vudú.

E imaginemos que sea inevitable padecer 7 puntos de sufrimiento por semana. ¿Sería preferible tener seis días de paz y uno de agonía extrema, o sería mejor padecer un mínimo nivel de 1 cada día de la semana? La elección es personal, pero usualmente el equilibrio es más sano.

Probable sería que tarde o temprano ese mínimo de dolor diario se fuera incorporando a la normalidad hasta no sentirse más, como la propia nariz siempre en medio de la vista. Uno diría, como suele hacer, "así es la vida" (y sería verdad porque en este aspecto así sería la vida para todos, literalmente).

La libertad y la compasión del erizo nacen de su propio sufrimiento. No se aleja para bien de los demás, sino por el propio; y por lo mismo se acerca. El bienestar del grupo depende, entonces, del balance individual entre libertad y moral, entre egoísmo y compasión o, en términos junguianos, entre ego y máscara.

Personalmente, me resulta fundamental acumular calor propio para los tiempos en que las espinas inspiran distancia. Entonces, armado de fuego interior, me alejo un poco... Y a veces vuelvo. Así, probablemente, el reencuentro sea más ameno para todos.



Cultiva tu fuego interior.